DE LA OPINOLOGÍA

DE LA OPINOLOGÍA

Umberto Eco llama «el insipiente del pueblo» al idiota que gusta de hacer el ridículo con tal de ganarse algo a cambio. Antes «era aquel individuo que, poco dotado por la madre naturaleza tanto en sentido físico como intelectual, frecuentaba la taberna del pueblo, donde sus crueles paisanos le pagaban la bebida para que se emborrachara y se comportara de forma impropia y vergonzosa»[1]. Cada colegio, cada salón de clases tiene su propio insipiente. Y éste no es del todo inconsciente del papel que desempeña; aun así, acepta el juego. Yo recuerdo a uno que nos pedía que le diéramos golpes directos para demostrar su capacidad de resistencia y que, además, parecía gustarle que le recordáramos lo feo que era. Ahora él es filósofo, poeta de ocasión, actor de teatro, por sobre todo: elocuente opinólogo.

Y es que el insipiente ha desarrollado mecanismos mucho más sofisticados y ha superado su papel de hazmerreír: ya no espera sólo que le paguen la bebida o algunas monedas, ahora puede aspirar a algo tan «noble» como el mero reconocimiento. Nada más, nada menos. Reconocimiento, un poco de atención, un micrófono o una cámara, un auditorio que le atienda. Y no sólo se baja el pantalón o baila encima de una mesa, también asume papeles en los talk show (como en la década amarillenta del fujimorismo), expone su vida íntima en los reality, y, para evidenciar la sofisticación que ha alcanzado, escribe en los diarios, publica novelas o plaquetas de poesía, lanza su canal en YouTube, organiza su banda de punk o de pachanga, dirige su propio grupo de teatro, hace de panelista en televisión o se arroga el título de intelectual o filósofo. Éstos, más propiamente hablando, son los opinólogos. Para serlo no es necesario haber leído más que algún blog. Basta con ver tutoriales, compartir memes. El insipiente, en su versión de opinólogo, se arma de algunas llamativas palabras: «posmodernidad», «dispositivo», «discurso», «hegemonía»; memoriza algunos apellidos (de preferencia que aparenten ser difíciles de pronunciar): Heidegger, Wittgenstein, Foucault, Nietzsche, Bourdieu. La tiene más fácil si funge de filósofo. Armado con todo esto sale a hablar sobre cualquier tema, sin excepción. Puede desenvolverse cómodamente en temas diversos, desde política hasta arte. Hace combinaciones de tipo: «el discurso posmoderno», «los dispositivos hegemónicos». Habla mucho, hasta impresiona; no dice nada. Pero no está satisfecho con impresionar a unos pocos. Busca editoriales que publiquen sus libros (como en Cusco lo artesanal y la fotocopia están más al alcance de la mano, se conforma con esto), organiza ponencias, charlas, prepara performances, escribe, dirige e interpreta sus propias obras teatrales. Hace arte contemporáneo, tiene ideas posmodernas, es músico experimental, actor de laboratorio. ¿De veras creemos que en Cusco se debe apoyar a este «artista», a este «filósofo», a este «insipiente moderno de la aldea global»[2]? ¿Hace bien la Casa de la Cultura de San Bernardo o el Teatro Municipal en abrirles espacio indiscriminadamente? Porque en una sociedad como la nuestra es muy fácil confundir al insipiente con un noble representante del arte y, a sus «innovaciones», sus ejercicios mediocres, con cultura que hay que apoyar. No nos damos cuenta del daño tremendo que nos hace la falta de control de calidad y la ausencia de crítica. A los opinólogos e insipientes en general, no habría que darles demasiada atención si no fuera porque su mediocridad intelectual contrasta con su ambición de público y de seguidores. En la UNSAAC, insipientes que han aprendido algunos conceptos extraídos del marxismo-leninismo pretenden educar en la filosofía dentro de la universidad y fuera de ella (triste sociedad cusqueña en donde cualquiera puede hacer de periodista y de educador). Y en el campo cultural y artístico de nuestra sociedad, insipientes de todo nivel salen a estrenar ‒por poner algunos ejemplos‒ su teatro-ritual-experimental, con tal ingenuidad que causarían la risa displicente de un Grotowski; o estrenan Un tranvía llamado deseo, con actores que causan lástima y no precisamente por las cuitas de los personajes; o presentan Antígona de Sófocles, con tan mala actuación y dirección que la obra asume el concepto de tragedia pero en su otra acepción. No podemos esperar autocrítica de un insipiente; mucho menos responsabilidad. Nuestros teatreros son como sindicatos unidos por (en) la complacencia mutua. Se bastan a sí mismos para admirarse y felicitarse y hay que pedirles permiso si se osa querer hacer teatro por cuenta propia. Y esa complacencia se traduce en el ego que cada uno de sus representantes tiene y que es más grande que su noción de responsabilidad. Si no hay autocrítica en ellos y no hay control de calidad en sus obras (por no decir ocurrencias o experimentos desafortunados), ¿qué esperamos? Pero nuestros insipientes (mal o peor, por ego o por plata) están asumiendo el rol que nuestro sistema educativo se niega a desempeñar. Los insipientes del Cusco le hacen la tarea a los «especialistas en educación». Si ellos no hacen arte, ¿qué arte quedaría en Cusco? Si los opinólogos dejan de buscar atención mediática, ¿qué opinión pública queda? Si el insipiente de mi salón de clases, el que hoy posa como filósofo, no sale a enseñar filosofía, ¿quién lo hará? ¿Qué quedará de la filosofía en Cusco, si es que aún hay algo de ella?

Per Se

Imagen: Cristo con la cruz a cuestas (detalle), de El Bosco.



[1] Umberto Eco, “La pérdida de la privacidad”. Extracto de la comunicación presentada en setiembre de 2000 en Venecia, en un congreso organizado por Stefano Rodotà sobre la privacy.

[2] Ibíd.

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