Presunto Culpable de Daniel Amaru Silva
Presunto
Culpable de Daniel Amaru Silva
Los primeros
minutos de Presunto culpable me
empujan a pensar inevitablemente en otras situaciones similares. Un hombre
tendido en el suelo desnudo de su celda, sometido a la oscuridad y al silencio.
Lo primero que recuerdo: Trotsky en Kherson, antes de sus diecinueve años,
condenado a una cruenta soledad durante tres meses. Otros recuerdos me asaltan:
la obra de teatro Passport del
venezolano Gustavo Ott donde también está presente la incertidumbre del espacio
y el tiempo y la zozobra ante un sistema que no se entiende ni se revela, pero
que se percibe férreo y tiránico. Cuando la historia llega a su clímax, no
puedo más que estar seguro de que todo aquél que ha leído 1984 de George Orwell, encuentra una similitud un tanto incómoda
con la obra de Daniel Amaru Silva. La habitación 101 es el lugar en el que se
somete al presunto culpable (que nunca es presunto) a una sistemática tortura,
más psicológica que física, para que éste termine aceptando y convenciéndose de
algo tan insulso como que dos más dos es igual a cinco. Es el caso de Winston;
similar al de Acosta. Éste termina aceptando la acusación de que es culpable
de… no haber hecho nada.
Pienso también en El interrogatorio del español Francisco
Romero y en Pedro y el capitán de
Mario Benedetti donde se aprecia el diálogo entre un preso y el capitán,
mientras se trasluce el contexto de una dictadura represiva pero no
identificable; y ‒cómo no‒ en la película-documental que también se llama Presunto culpable en la que se denuncian
las atrocidades del sistema judicial de México.
Pienso, pues, en estas
otras obras mientras observo la que tengo al frente y, lejos de preguntarme por
las similitudes, lo hago por las peculiaridades que hacen único y diferente el
trabajo que Amaru Silva ha escrito y dirigido.
Es peculiar que el
Defensor Público 27, que de un modo u otro representa a un sistema que se nota
represivo y atroz, esté tan lleno de afectación en sus palabras y acciones. Uno
no puede saber con certeza cuándo sus risas, sus enojos, sus asombros son
verdaderos y cuándo son falsos. Desde su entrada me parece un personaje sacado
de la Commedia dell’Arte. No le creo
nada. No inspira confianza. Sus modales y su educación me son hipócritas. ¿Cómo
no sentirse sobrecogido si se imagina que este personaje podría ser defensor
nuestro? Toda esa afectación conjura la imagen del burócrata y del funcionario
peruano (decir funcionario público es
una redundancia; funcionario no más,
por favor): Esos personajes que por momentos se transforman en gárrulos
sonrientes que nos aseguran nuestro bienestar y, de repente, en trabajadores
públicos despiadados que dicen no tener más remedio que cumplir con su deber
mientras nos hacen sentir esa represión disimulada propia de nuestro sistema.
Acosta, en cambio,
se nos acerca con su pesar ‒que es verídico‒ poco a poco hasta que termina
hablándonos directamente, encarándonos. Llegado el momento uno no puede evitar sentirse
conmovido ante su impotencia. Acosta es un ciudadano más, y aunque parezca no
tener otra ocupación fuera de cuidar tomates y cuidar de un perro, se parece a
nosotros. Podría ser cualquiera de nosotros.
La situación de
Acosta (y esta es una opinión muy personal) me parece que ha logrado despertar
en el público cusqueño esa empatía que pocas veces muestra para con los
personajes que sufren en escena. Todavía recuerdo aquella obra en la que
Delfina Paredes, retrató momentos dolorosos de la campaña de La Breña. A unos
pocos les conmovió las cuitas de la Evangelina, mientras que a otros muchos les
hizo aplaudir de risa. Esta obra ‒ni qué dudarlo‒, no tiene como propósito
convertir en show y espectáculo un hecho histórico. Y tampoco la obra de Amaru
Silva, que nos muestra una situación de injusticia. No se me olvida, sin
embargo que Presunto culpable es una tragicomedia. Discutiendo sobre esto y
sobre el Defensor Público 27, con un amigo, llegamos a pareceres distintos. Él
opina que si el propósito del autor es hacer una crítica y una autocrítica ante
la pasividad e indiferencia política, la historia debió dejar de lado lo cómico
y el personaje del Defensor Público 27 debió ser tan «real» como Acosta. ¿Pero
cómo dejar lo cómico si nuestra situación también lo es? Los escándalos
politiqueros como los económicos, el cinismo de los candidatos, la frivolidad
de los medios de comunicación, el modo cómo se juega a gobernar nuestro país y
la manera de mal administrar la justicia, ¿no son situaciones que nos hacen
reír de indignación como nos hacen indignar de lo ridículas y burdas que son?
La condición de nuestro Perú causaría risa sino fuera porque antes causa
desazón. Todo ello se conjuga en la imagen de ese Defensor Público 27, tan
irreal, tan afectado y cómico, pero, por increíble que parezca, fuertemente
presente en la realidad. Como la de nuestro país que aunque absurda, es
inevitable, es así y ahí vivimos sin
poder más que soñar con cambiarla. Todo
esto no es posible conjugarlo en un solo personaje si no apelando al símbolo,
la imagen y la insinuación. Amaru Silva lo hizo y yo creo que no se podría
hacer mejor. Y junto a este personaje que tiene poder a pesar de ser un
absurdo, está otro que es tan real que parece no representar nada más que a él
mismo: el ciudadano común muy parecido a nosotros, en medio de una inseguridad
cada vez más apremiante y sin ningún poder. Quizás esto lo intuyeron aquellos
que se sintieron identificados con el Acosta que no sabe de qué se le acusa ni
por qué está ahí. Todo esto, ¿no es peculiar?
La verdad y la
mentira de Presunto culpable son tan
relativas que puede trocarse la una en la otra. George Orwell apela a la misma
relatividad, y perturba pensar que esto no surge de la fantasía del Orwell-creador
sino de la experiencia del Orwell-reportero que vio de cerca las manipulaciones
que un Stalin hacía con la verdad. Sin embargo, aunque sea claro que ese
Defensor Público 27 (que resulta ser un incansable buscador de acusaciones) fuerza
la «verdad» de Acosta, hay algo que nos hace creer que la acusación es
sostenible y que procede. Si Amaru Silva había logrado que nos identifiquemos
un poco con este personaje, esa identificación se torna ahora un tanto molesta
cuando éste se declara culpable: culpable de no haber hecho nada. Así el presunto inocente se reconoce, por su
indiferencia, cómplice de un sistema corrompido y coercitivo. Al igual que
nosotros no ha hecho nada para impedirlo y tampoco hace nada para cambiarlo. El
que tenga como ocupación principal dedicarse a algo tan frívolo como los
tomates, agrava su culpa y, una vez más, lo asemeja mucho a nosotros.
Esta incómoda
semejanza se hace evidente cuando la cuarta pared desaparece y todas las luces
se encienden. Nos descubrimos a nosotros mismos en ese voyeurismo que ahora sí avergüenza: como siempre no hacíamos más
que mirar, al igual que miramos pasivamente cómo regalan recursos naturales o
cómo los contaminan o destruyen; cómo nos traicionan los que tanto nos
prometieron; cómo sufren indeciblemente muchos peruanos como nosotros sin que
su sufrimiento signifique más que un evento
(en el peor sentido de esta palabra). Y, entonces, los roles se intercambian:
ahora es el público el que se siente fuertemente
observado por el actor que nos hace la incómoda pregunta una y otra vez. Es el
recurso brechtiano de la interpelación al público, es el «juicio» al estilo del
Teatro Escambray donde el público hacía de juez para sentenciar al acusado que
esperaba sentado en escena. Amaru Silva hizo que el público cusqueño al tiempo
que juez fuese también sujeto de acusación de un proceso en el que todos ‒con
nuestro silencio‒ nos declaramos culpables.
En este punto me
doy cuenta de que la obra de Daniel Amaru Silva, aunque se parece a muchas, es
diferente a todas y es, por si fuera poco, eficaz. Su eficacia consiste no en
lograr que el espectador cambie por acción decidida su pasividad cómplice, sino
en hacer más fuerte la conciencia de sabernos también culpables o, al menos,
responsables de la situación actual que hoy vivimos. Un trabajo bien hecho,
pues, nos hace sentir, en efecto, que «el teatro [es] el más antiguo, el más
poderoso y el más inmediato de las artes» (Max Reinhardt).
28.02.16